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El nuevo pacto oligárquico y partidario Opinión

El nuevo pacto oligárquico y partidario

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Asistimos a la reestructuración oligárquica del sistema político, cuyos pilares son los partidos políticos y el parlamento, en forma muy similar a lo ocurrido bajo los gobiernos de la Concertación, con la diferencia de que actualmente la credibilidad de ambas instituciones está muy seriamente cuestionada. El carácter moderado que tendría la nueva Constitución difícilmente permitirá dar una respuesta satisfactoria a las demandas de la ciudadanía. Por ello, no resolverá tampoco la distancia entre esta y la clase política. Por el contrario, podría más bien llegar a aumentarla.


La transición a la democracia en Chile se inauguró con un gran pacto entre la dictadura saliente y la más importante coalición de oposición, la Concertación de Partidos Políticos por la Democracia. El acuerdo tuvo dos grandes partes. La primera se materializó principalmente en 54 reformas constitucionales, plebiscitadas en julio de 1989 y aprobadas por un 91% del electorado. La segunda, en cambio, fue solo conocida por los partidos políticos y consistió, entre otras cosas, en mantener la inmunidad de Pinochet y el modelo de democracia con tutela militar. Entre las modificaciones más criticadas, está la eliminación de plebiscitos vinculantes a la ciudadanía y el aumento del quorum para hacer cambios constitucionales, dejando a la derecha con un poder de veto permanente, como ha sostenido Felipe Portales (El regalo de la mayoría parlamentaria en 1989, Diario UChile, 25.2.2020)

Un segundo gran pacto tuvo lugar el año 2005, durante el gobierno de Lagos. Gracias a él, se introdujeron modificaciones más substantivas a la Constitución, eliminando muchos de sus principales enclaves autoritarios, aunque no se logró terminar con el sistema binominal, lo que se produjo recién una década después, durante el segundo gobierno de Bachelet. Al mismo tiempo, se acordaron reformas legislativas hoy muy cuestionadas, como la eliminación de la persecución penal de los delitos económicos por colusión y el traspaso de las pérdidas de las AFP a los cotizantes.

En ambos casos, se produjo un consenso mayoritario entre las dos grandes élites políticas-partidarias, al menos una parte de los acuerdos tuvo carácter secreto o reservado y los dirigentes políticos de la época los presentaron como significativos avances democráticos, no informando a la ciudadanía de sus reales alcances, particularmente de sus limitaciones a la soberanía democrática.

No cabe duda de que, sobre todo al inicio, la derecha se encontraba sobrerrepresentada gracias a diversas disposiciones constitucionales y al sistema binominal, lo que obligaba a pactar con ella para implementar cualquier reforma social (y política). Pero el precio que la Concertación estuvo dispuesta a pagar fue muy alto. En efecto, si bien dichos acuerdos permitieron a los gobiernos de la Concertación avanzar en políticas sociales, no se hicieron reformas sustantivas en ámbitos tan significativos como educación, salud y previsión social, entre otros. En otras palabras, se mantuvo en gran medida el modelo económico-social heredado del régimen de Pinochet. Lo que no es menos importante: se limitó al mismo tiempo la voluntad democrática y la brecha entre la ciudadanía, los partidos políticos y el Parlamento fue ampliándose irremediablemente.

Como respuesta a este proceso, desde el año 2006, las movilizaciones sociales fueron adquiriendo un carácter masivo, con los estudiantes secundarios; el 2011, con los universitarios; con las protestas contra las AFPs; las reivindicaciones feministas; las luchas mapuches y la formación de asambleas, cabildos y organizaciones territoriales. Ninguna de ellas fue suficientemente atendida por el sistema político vigente o encontró en él un apoyo parcial. Fue el caso de la demanda de gratuidad de las universidades y del proceso constituyente no vinculante implementados por el primer gobierno de Bachelet.

Lo ocurrido después de la mayoritaria derrota del apruebo a la nueva Constitución, dejó un inmenso vacío en el movimiento popular y en el Gobierno de Boric que había comprometido todo su capital político en el apoyo a la propuesta constituyente. Fue también un gran retroceso para todo el proceso conformación de un nuevo bloque histórico-partidario alternativo que se venía desarrollando de forma autónoma en Chile gracias a la vinculación entre partidos políticos emergentes y movimientos sociales y ciudadanos.

En el nuevo escenario político post plebiscito, con una derecha muy fortalecida y el predominio de una izquierda moderada en el Gobierno, el “Acuerdo por Chile” puede considerarse como el tercer gran pacto oligárquico desde 1990. Constituye un intento de reafirmación de la democracia parlamentaria y partidaria después de las convulsiones de los últimos años. Dicho pacto es el más amplio de los tres señalados, ya que cuenta con la firma de todos los partidos políticos con representación parlamentaria, desde la UDI hasta el PC; o sea, incluye todas las fuerzas de izquierda en el gobierno, de la ex Concertación y de la derecha, a excepción de los republicanos.

Este renovado consenso oligárquico comprende un triple acuerdo. En primer lugar, la elaboración de una nueva Constitución en los términos establecidos por los partidos firmantes y con expertos designados por ellos como protagonistas de su elaboración, en desmedro del rol de los constituyentes que serán elegidos por votación popular. El predominio de las élites partidarias por sobre la voluntad ciudadana supone renunciar a elaborar una Constitución realmente distinta de la actual. La mayor innovación propuesta, un Estado social de derecho, no podría tener más que fuerza declarativa sino se acompaña de otras reformas constituyentes de fondo.

En segundo término, y como el propio texto del acuerdo del 12 de diciembre pasado lo indica, los partidos concurrentes plantean su voluntad de concordar la promulgación de leyes en beneficio del país. Esto significa que los compromisos políticos se extienden al Parlamento, de manera similar a lo ocurrido en las décadas de 1990 y 2000. A principios de enero el Senado despachó la ley que rebaja el quorum para modificar las leyes orgánicas constitucionales de 4/7 (57%) a mayoría absoluta (50% más uno), allanando así el camino para las modificaciones requeridas una vez aprobada la nueva Constitución.

En tercer lugar, y en términos de corto plazo, el acuerdo es la base de un pacto de gobernabilidad hasta las próximas elecciones, en las cuales la derecha espera recuperar la presidencia, mientras el actual gobierno de Boric asume los costos políticos de la no implementación de grandes reformas en beneficio de la ciudadanía. Ello debería aportar estabilidad política, permitiendo destrabar los proyectos de ley que presente al gobierno de Boric, aunque sujetos necesariamente a la negociación con la oposición, y facilitará la llegada de inversiones extranjeras, entre otros aspectos.

Las posibles consecuencias negativas serían muy considerables. Asistimos a la reestructuración oligárquica del sistema político, cuyos pilares son los partidos políticos y el parlamento, en forma muy similar a lo ocurrido bajo los gobiernos de la Concertación, con la diferencia de que actualmente la credibilidad de ambas instituciones está muy seriamente cuestionada. El carácter moderado que tendría la nueva Constitución difícilmente permitirá dar una respuesta satisfactoria a las demandas de la ciudadanía. Por ello, no resolverá tampoco la distancia entre esta y la clase política. Por el contrario, podría más bien llegar a aumentarla.

Hasta ahora, el principal canal institucional de interlocución de los movimientos sociales con el Estado estaba representado por los partidos de izquierda tradicionalmente opuestos al modelo económico y político vigente desde 1990: el Partido Comunista y, más recientemente, el Frente Amplio. Ambos han concurrido al acuerdo, limitando su representación de la sociedad civil autónoma en el nuevo momento constitucional, para promover en cambio a sus militantes o “expertos” vinculados a sus ONG´s.

Poco se puede esperar del actual acuerdo. De no mediar otras circunstancias, debería postergarse la crisis política, recuperarse la gobernabilidad e implementarse reformas dentro de un Estado social de derecho limitado. Es altamente improbable, en cambio, que se avance en la resolución de la profunda brecha entre Estado y sociedad, para lo cual se requiere de un consenso de las mayorías nacionales. Como señala Antonio Gramsci, incluso en un sistema representativo “el consenso no tiene en el momento del voto una fase terminal, todo lo contrario. El consenso se supone permanentemente activo (…) Realizándose las elecciones no a base programas genéricos y vagos, sino de trabajo concreto inmediato, quien consiente se compromete a hacer algo más que un ciudadano legal común, para realizarlas, esto es, a ser una vanguardia de trabajo activo y responsable” (Gramsci, Antonio, Cuadernos de la Cárcel, Tomo 13). Por ende, una verdadera gobernabilidad democrática requiere un nuevo compromiso en el que la ciudadanía juegue un papel relevante.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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